jueves, 25 de octubre de 2012


Superviviente de la vida y de la escuela.
 
El protagonista de esta historia, que prefiere preservar su identidad, por lo que, llamémosle, Andrés, nació el 22 de enero de 1941 en la comarca de Guadix;  extensión situada al nordeste de la provincia de Granada. Pese a su deseo de anonimato, me dice, orgulloso, que sí se sepa de él, que nació en un cortijo. Hijo de un agricultor de la época y el mayor de seis hermanos, pasó por la escuela pública y privada, y recuerda, con emoción, el esfuerzo que sus padres hicieron para proporcionarles una educación a todos. Educado bajo la dictadura franquista y pese a todas las dificultades de la época, reconoce que su padre supo relacionarse bien para sacar el máximo provecho a su trabajo y a su vida, y, se siente orgulloso y privilegiado de haber podido ir a la escuela.

Comenzó su etapa escolar a los cuatro o cinco años, cuando el maestro se desplazaba hacia el cortijo de sus padres o algún otro cercano. En una de las fincas, se reunían los niños de la zona, que compartían aproximadamente la misma edad, convivían unos con otros, y eran bien recibidos a las clases. Por aquel entonces, la gente valoraba mucho la figura del maestro, cuyo sueldo era bajo. Por eso, algunos tenían que dar clases particulares para complementar un salario base procedente de un centro, y otros, debían de darlas a cambio de alimento, para su propia subsistencia. Al maestro que iba a casa de Andrés se le pagaba con obsequios (comida), principalmente, “lo del dinero vino después”, me explica él mismo.  

Pasados dos o tres años, la familia se traslada al núcleo poblacional de la zona, donde continúa su formación en un centro público primero, y otro privado después, dirigido por monjas. A ellos acude andando, aproximadamente a un kilometro de casa. Esta etapa de la escuela, es la que mejor y con más cariño recuerda. El edificio del colegio tenía un patio central y dos plantas, por las que él pasó. En las clases había una foto de Franco, otra de Primo de Rivera, y un crucifijo; en algunas, un mapa. Recuerda las mesas y los pupitres de madera. Los alumnos, porque, por supuesto, sólo había niños, con un número superior a los cincuenta miembros por aula, tenían un pizarrín de manteca, donde copiaban las letras que el profesor con su tiza ponía en la pizarra. Así, aprendieron a escribir. Una vez conseguida esta destreza, utilizaban el lápiz, la pluma, el tintero y el papel. No recuerda si en algún momento llegó a tener libretas o no. El horario de clase era de mañana y de tarde (igual que en el instituto). La jornada comenzaba en el patio cantando el “Cara al sol”, de donde pasaban a las aulas, rezaban, y empezaba la clase. Le gustaba mucho el recreo, tenía dos, y jugaba, sobre todo, a las bolas. Las actividades extraescolares las organizaba la Falange, a las que podías apuntarte, de forma voluntaria; consistían en practicar marchas y algunas destrezas más de instrucción. Cuenta que en la escuela no había comedor, y aunque sí lo hubo en el instituto, él siempre comía en casa. También me habla de alguna beca o ayuda para estudiar: una bicicleta para que los chavales que tenían que desplazarse desde los pueblos más pequeños y alejados, pudieran llegar al pueblo al colegio. Con un solo libro, una enciclopedia, estuvo aprendiendo hasta que llegara al instituto y hubiera eso que llaman “asignaturas”. La comunión, aproximadamente con doce años, le sirve a Andrés como una especie de punto de inflexión para empezar la etapa del instituto.

“Las circunstancias de la vida… pues en fin… te marcan… ¿no?” repite en varios momentos de la entrevista. Estudiando bachiller, se puso malo de meningitis, enfermedad rara en esos momentos y sobre la que la medicina no tenía demasiado dominio. Compañeros suyos que la padecieron acabaron muriendo. No concreta el tiempo que le duró de enfermedad, pero habla de meses. Recuerda, con cierto nerviosismo, cómo se le manifestó: estaba estudiando una lección de matemáticas, un doce de enero, y sufrió un vomito de sangre. Para el día diecisiete de ese mismo mes, ya le habían comprado la mortaja (que su hermana siempre le recuerda que era blanca), pues los médicos lo daban por muerto y así se lo comunicaron a sus padres. Por suerte, todo pasó y Andrés se recuperó y volvió al instituto, pero la enfermedad le dejó alguna secuela. Le costaba mucho trabajo memorizar, sobre todo ciertas asignaturas. Prefería las relacionadas con la práctica. Me confiesa que le daba un poco de miedo estudiar.

Andrés terminó el bachiller. En un instituto laboral, tenía las materias comunes de matemáticas, literatura, geografía e historia, pero también gimnasia, trabajos manuales y carpintería, mecánica, y una relacionada con la agricultura y la ganadería, su favorita. En estas últimas empezó a destacar nuestro protagonista. “Superaba en saltos”, daba la nota máxima en cuestiones deportivas; él mismo se define como un buen atleta. De hecho, al preguntarle por la anécdota más agradable de esta etapa, me remite a un día que tuvo que subir una cuerda con su cuerpo, y le salió estupendamente, con lo que se ganó tanto al profesor como a los compañeros, y una muy buena nota. Posee más recuerdos positivos que negativos, aunque de estos últimos, no desea hablar demasiado.

Mantiene un buen concepto y recuerdo de sus maestros y profesores, aunque reconoce la disciplina como muy dura “El comportamiento era muy importante en todo”. Admite, igualmente, haber tenido suerte en ese aspecto, pues tan sólo sufrió los castigos más comunes, un tirón de las patillas o algún reglazo en la mano, aunque fue testigo de castigos más duros. Nunca fue común plantear alguna duda u opinión al profesor, pero recuerda, alguna ocasión, en la etapa del instituto, donde llegó a tener una profesora de matemáticas, en la que sí pudo hacerlo. La relación entre los padres y los profesores era bastante particular, y, si la había, era mala  señal, pues se basaba en dos situaciones: el maestro se dirigía a los padres si el alumno había cometido alguna falta grave; los padres se dirigían al profesor para darle permiso a tener mano dura con su hijo. Por lo que lo mejor que podía pasar, era que no hubiera relación.

Este superviviente de la vida me reconoce que, aunque tampoco nunca le gustó demasiado estudiar, y pese a las dificultades, siempre lo hizo por la insistencia de sus padres y porque “no se podía estar parado, en esta vida hay que hacer algo, estudiar o trabajar”. En cierto modo, le hubiera gustado estudiar más, pero las secuelas de su enfermedad y la existencia de hermanos, algunos de los cuales, parecían tener más cualidades para el estudio, propiciaron que se pusiera a trabajar. Aunque su vida laboral ha girado entorno a su pasión, el campo y los animales, de haber estudiado una carrera, hubiera hecho ingeniero agrónomo o veterinario, pero tampoco se arrepiente de su decisión. Se siente orgulloso y muy satisfecho, pues la educación recibida le ha servido para desenvolverse en la vida. Reconoce haber luchado mucho y haber tenido en su madre un ejemplo encomiable. Y también, que si hubiera tenido otras circunstancias, quizá su futuro hubiera sido otro.

Decía Ortega y Gasset “Yo soy yo y mi circunstancia”, máxima que en algunos casos parece hacerse aún más patente. Es el caso de Andrés, y de muchos otros anónimos, con nombres y apellidos. Todos, hijos de la Historia de nuestra escuela.
 

                                         Isabel Contreras Jiménez. Primaria D.

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