miércoles, 14 de marzo de 2012

Una larga vida


Soy Carmen Aguayo Álvarez y nací en el año 1916, por lo que tengo 93 años. Soy la abuela de Marta Aguilar López y de muchos nietos más. Fui la hija de un padre trabajador y una madre honrada. Tuve cinco hermanos más. Vivíamos donde actualmente vivo con algunos de mis hijos, en un antiguo chalé situado en la sierra de Córdoba. Soy la mayor y por esa razón siempre fui la que recibió más cariño. Nací en plena I Guerra Mundial,
pero como sabemos, no afectó en gran medida a España.
En cuanto a la escuela, recuerdo bastantes momentos y anécdotas vividas a pesar de mi edad. Mi madre decidió que fuera a la escuela cuando yo era muy pequeña, de hecho fui a un colegio de monjas. No se trataba de cualquier colegio, sino que este colegio había sido la casa de mis abuelos y el lugar donde había nacido mi padre; el cual vendió la casa a unas monjas francesas con el fin de hacer de ella un gran colegio. A mi padre le encantaba cazar y siempre me contaba que en casa de sus padres había cabezas de jabalíes y venaos por todos los rincones. Por esa razón, cuando entraba en clase o salía al patio cuando tocaba la hora del recreo, solía ver jabalíes y venaos corriendo por todos lados. Una gran imaginación supongo.
En aquella época, las niñas nunca solían ir solas a la escuela. Yo siempre iba con una persona de confianza, una amiga íntima de mi padre que me llevaba día a día a la escuela cogida de la mano. Comía a diario en el colegio y recuerdo que en la comida las monjas nos daban una vitamina que estaba muy mala para que nos pusiéramos fuertes.
Por la mañana entraba a las 9.00 y salía a las 13.00 horas, y por la tarde las clases eran de 17.00 a 19.00 horas. La educación en aquella época era muy exigente, pero no tanto como ahora. En mi caso, nunca recibí castigos físicos ni tampoco vi a las monjas castigar físicamente. El castigo más severo que puedo recordar es expulsar a algún alumno de clase. No quiere decir, que no recibiera sermones, que no me castigaran o que tampoco se me hubiera escapado alguna lágrima pues se, que gracias a ello, me convertí en una persona educada y responsable. Las clases nunca eran mixtas y en cuanto a la libertad de expresión, puedo decir que a menudo atendíamos pero que, si las monjas no preguntaban nosotros no hablábamos ni preguntábamos posibles dudas esporádicamente.
En el colegio de las monjas francesas hacía muchísimo frío y mis compañeras solían venir a clase con las manos vendadas a causa de una especie de pupitas que se llamaban sabañones y que salían a causa del intenso frío. A mí nunca me salieron y por ello, recuerdo bien cómo metía las manos en una fuente de agua fría con la esperanza de que algún día me salieran. Con esto quiero decir, que yo quería ser una más, y que en aquella época, todas solíamos querer ser como las demás.
Cuando me hice mayor perdí las amigas de aquel colegio, ya que éramos muy pequeñas y no entendíamos el verdadero significado de la amistad. Más tarde a mi padre le ofrecieron un puesto de trabajo mejor que el que ya tenía. Por ello abandonó su oficio como perito agrícola y marchamos a Palma del Río, donde comenzó a ejercer su nuevo puesto como director del Banco de España de crédito. Por lo tanto y como es de esperar, me cambiaron de colegio nuevamente a uno de monjas. Allí curse tres años de bachillerato. Las monjas eran nuestras profesoras como en el anterior colegio, nos impartían las clases y nos preguntaban el catecismo a menudo. Nos colocaban en círculo y nos hacían preguntas; y esa era la manera más habitual que tenían también de examinarnos. En aquella época, si el padre del alumno conocía a la profesora, tenía el aprobado asegurado. Las asignaturas que estudiábamos eran Latín, Aritmética, Historia de España y alguna más. Teníamos un libro para cada asignatura junto al tintero y la pluma, fijados en la mesa.
En aquel colegio realizaban muchos teatros y espectáculos. A mí me encantaba cantar y las monjas siempre me escogían para que participara en aquellas actuaciones. También recuerdo como la superior decía que yo era su canario. Y lo cierto es que andaba todo el día cantando por los pasillos, pero la voz, como el cuerpo y la apariencia, se envejecen y se gastan con el tiempo.
A la entrada y salida de clase rezábamos el padrenuestro, el avemaría y el credo. A menudo nos llevaban al oratorio. A diferencia que en el anterior colegio, a este solía ir andando sola, ya que era más mayor. En éste también hice más amigas, y aún conservo muchas de ellas. Son aquellas amigas que duran para toda la vida, que no te traicionan y que conoces cada parte de su forma de ser.  Algunas murieron, pero otras siguen a mi lado.
Al tercer año de bachiller dejé los estudios ya que, mis tíos viajaban mucho y solía marchar con ellos. Eso ocasionaba cortes en las clases y como en aquella época no era imprescindible trabajar para la mujer, opte por abandonarlos.
Por último, mencionar algunas de las diferencias entre la escuela de mi época y la de hoy en día. Lo cierto es que, no la conozco directamente, pero por lo que oigo de mis nietos, hoy en día los estudiantes van en mayor medida a por su carrera y a por sus intereses, la persona  responsable saca adelante todo lo que se propone llegando a su destino pero, la persona que no lo es, se queda atrás. Considero que la responsabilidad que los profesores hacen cargar a los alumnos es enorme.
Acabo mi historia, reiterando lo feliz que fui en mis años académicos, posteriormente me casé y tuve doce hijos, y si algo pude aprender en estos 93 años de vida, es que el tiempo pasa rápido.


Aquí están mi abuela y su madre.


Mis abuelos


Mi abuela con dos de sus hijos.


Aguilar López, Marta
1º Grado de Pedagogía

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