jueves, 15 de marzo de 2012

La protagonista de mi entrevista es mi abuela Amparo, nacida en el año 1929, una mujer de pueblo a la que siempre le han apasionado los libros, siempre con ansia por saber más, pero que por la época no pudo cursar estudios universitarios, una lástima ya que su sueño siempre fue ser profesora. Comienzo a hacerle preguntas y me responde a cada una de ellas con mayor ilusión que la anterior, me cuenta que comenzó a ir a la escuela de su pueblo (Fuensanta, Jaén) a los seis años, la única que había “cerca” de su casa y digo “cerca” porque tenía que recorrer dos kilómetros a pie cada día para llegar a ella, eso sí, dice que no le costaba ningún trabajo ya que sabía que era un privilegiada al poder recorrerlos, ya que otros hacían dos o más kilómetros para dirigirse al campo a trabajar. Llevaba consigo un gran bolso que le hicieron sus hermanas mayores con sólo una pluma, un lápiz y una goma de borrar. Recuerda que la escuela se dividía en dos plantas, no era demasiado grande y ni siquiera tenía un patio donde jugar, su recreo era en la plaza del pueblo. Las aulas eran de gran tamaño, ya que por cada clase eran en torno a cuarenta alumnos con diferentes edades, aunque, por lo que dice, la diferencia no era demasiada. Se sentaban en un pupitre que tenía un tintero en el que mojar la pluma con la que escribían en tinta, teniendo que compartirlo cada dos alumnos. En un principio las clases eran mixtas, hasta los ocho años más o menos, momento en el que ya se separaban por sexos. Tenía una maestra que recuerda con cariño aunque con mucho respeto, presume de que nunca le regañó porque era muy aplicada, pero aún así no se caracterizaba por imponer castigos a los más revoltosos, la solución que daba a los malos comportamientos de sus compañeros era directamente bajarles la nota. Cuando le pregunto cómo era con sus alumnos sin dudarlo me contesta que era “muy educada”, pero para nada cercana, la maestra era la maestra, una figura a la que respetar y con la que mantener las distancias, a pesar de que los domingos fuera a tomar café a su casa con mi bisabuela. Quizás lo que más me llamó la atención al escuchar su historia es el que sólo tuvieran un libro, una especie de enciclopedia que concentraba las asignaturas básicas: matemáticas (su asignatura favorita), lengua, geografía… Me apunta que sobre la historia de otros países la verdad es que no se hablaba mucho, algún que otro dato pero sin profundizar apenas. La religión era uno de los aspectos más destacados en sus años escolares, le dedicaban varias horas a la semana e incluso iban con su maestra cada domingo a misa. Cada día iba caminando hasta llegar a la plaza del pueblo, una vez allí se colocaban en fila, uno detrás de otro perfectamente alineados y en total silencio iban entrando hasta llegar a su clase. Tras atravesar la puerta del aula, cada uno se colocaba detrás de su pupitre y gritaban todos “¡Viva España!”, seguido de un Padre Nuestro y un Ave María. Para finalizar cantaban a coro el “Cara al sol” y una vez terminado el ritual, comenzaban las clases, así día tras día, de 9:00 a 13:00, después se marchaba a casa de unos amigos de sus padres a comer, ya que no le daba tiempo a ir a su casa porque tenía que estar de vuelta en la escuela a las 16:00. A las 18:00 finalizaban las clases y vuelta a andar sola de camino a casa, hasta los trece años (un año antes de finalizar sus estudios), momento en el que mi bisabuela fue a hablar con su maestra porque unos chicos “la molestaban” de camino al colegio, así que decidió que o el colegio ponía medidas, o su hija no volvía a estudiar. ¿Cuál fue la solución? El colegio se encargó de que un municipal la acompañara cada día en esos dos kilómetros que antes andaba sola, increíble pero cierto (igualito que ahora). Al cumplir los catorce años, edad en la que terminaba la enseñanza obligatoria, dejó los estudios ya que según decía su madre, si sus hermanos no habían estudiado ella tampoco podía, algo lógico para una mujer viuda con siete hijos. A partir de entonces y cada vez que podía le pedía a su madre que le regalara un libro, porque al parecer esos años de aprendizaje le supieron a poco, envidiable.
Ha sido una gran experiencia, divertida y cuanto menos curiosa, que me hace, supongo que al igual que a mis compañeros, darme cuenta de cómo han cambiado los tiempos, lo afortunados que somos y lo poco conscientes que somos de ello y desde luego para ella ha sido toda una alegría retroceder en el tiempo y volver a los años más felices de su vida.

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