Soy Carmen Aguayo Álvarez y nací
en el año 1916, por lo que tengo 93 años. Soy la abuela de Marta Aguilar López
y de muchos nietos más. Fui la hija de un padre trabajador y una madre honrada.
Tuve cinco hermanos más. Vivíamos donde actualmente vivo con algunos de mis
hijos, en un antiguo chalé situado en la sierra de Córdoba. Soy la mayor y por
esa razón siempre fui la que recibió más cariño. Nací en plena I Guerra
Mundial,
pero como sabemos, no afectó en gran medida a España.
pero como sabemos, no afectó en gran medida a España.
En cuanto a la escuela, recuerdo
bastantes momentos y anécdotas vividas a pesar de mi edad. Mi madre decidió que
fuera a la escuela cuando yo era muy pequeña, de hecho fui a un colegio de
monjas. No se trataba de cualquier colegio, sino que este colegio había sido la
casa de mis abuelos y el lugar donde había nacido mi padre; el cual vendió la
casa a unas monjas francesas con el fin de hacer de ella un gran colegio. A mi
padre le encantaba cazar y siempre me contaba que en casa de sus padres había
cabezas de jabalíes y venaos por todos los rincones. Por esa razón, cuando
entraba en clase o salía al patio cuando tocaba la hora del recreo, solía ver jabalíes
y venaos corriendo por todos lados. Una gran imaginación supongo.
En aquella época, las niñas nunca
solían ir solas a la escuela. Yo siempre iba con una persona de confianza, una
amiga íntima de mi padre que me llevaba día a día a la escuela cogida de la
mano. Comía a diario en el colegio y recuerdo que en la comida las monjas nos
daban una vitamina que estaba muy mala para que nos pusiéramos fuertes.
Por la mañana entraba a las 9.00
y salía a las 13.00 horas, y por la tarde las clases eran de 17.00 a 19.00
horas. La educación en aquella época era muy exigente, pero no tanto como
ahora. En mi caso, nunca recibí castigos físicos ni tampoco vi a las monjas
castigar físicamente. El castigo más severo que puedo recordar es expulsar a
algún alumno de clase. No quiere decir, que no recibiera sermones, que no me
castigaran o que tampoco se me hubiera escapado alguna lágrima pues se, que
gracias a ello, me convertí en una persona educada y responsable. Las clases
nunca eran mixtas y en cuanto a la libertad de expresión, puedo decir que a
menudo atendíamos pero que, si las monjas no preguntaban nosotros no hablábamos
ni preguntábamos posibles dudas esporádicamente.
En el colegio de las monjas francesas
hacía muchísimo frío y mis compañeras solían venir a clase con las manos
vendadas a causa de una especie de pupitas que se llamaban sabañones y que
salían a causa del intenso frío. A mí nunca me salieron y por ello, recuerdo
bien cómo metía las manos en una fuente de agua fría con la esperanza de que
algún día me salieran. Con esto quiero decir, que yo quería ser una más, y que
en aquella época, todas solíamos querer ser como las demás.
Cuando me hice mayor perdí las
amigas de aquel colegio, ya que éramos muy pequeñas y no entendíamos el verdadero
significado de la amistad. Más tarde a mi padre le ofrecieron un puesto de
trabajo mejor que el que ya tenía. Por ello abandonó su oficio como perito
agrícola y marchamos a Palma del Río, donde comenzó a ejercer su nuevo puesto
como director del Banco de España de crédito. Por lo tanto y como es de
esperar, me cambiaron de colegio nuevamente a uno de monjas. Allí curse tres
años de bachillerato. Las monjas eran nuestras profesoras como en el anterior
colegio, nos impartían las clases y nos preguntaban el catecismo a menudo. Nos colocaban
en círculo y nos hacían preguntas; y esa era la manera más habitual que tenían
también de examinarnos. En aquella época, si el padre del alumno conocía a la
profesora, tenía el aprobado asegurado. Las asignaturas que estudiábamos eran
Latín, Aritmética, Historia de España y alguna más. Teníamos un libro para cada
asignatura junto al tintero y la pluma, fijados en la mesa.
En aquel colegio realizaban
muchos teatros y espectáculos. A mí me encantaba cantar y las monjas siempre me
escogían para que participara en aquellas actuaciones. También recuerdo como la
superior decía que yo era su canario. Y lo cierto es que andaba todo el día
cantando por los pasillos, pero la voz, como el cuerpo y la apariencia, se
envejecen y se gastan con el tiempo.
A la entrada y salida de clase
rezábamos el padrenuestro, el avemaría y el credo. A menudo nos llevaban al
oratorio. A diferencia que en el anterior colegio, a este solía ir andando sola,
ya que era más mayor. En éste también hice más amigas, y aún conservo muchas de
ellas. Son aquellas amigas que duran para toda la vida, que no te traicionan y
que conoces cada parte de su forma de ser. Algunas murieron, pero otras siguen a mi lado.
Al tercer año de bachiller dejé
los estudios ya que, mis tíos viajaban mucho y solía marchar con ellos. Eso ocasionaba
cortes en las clases y como en aquella época no era imprescindible trabajar
para la mujer, opte por abandonarlos.
Por último, mencionar algunas de
las diferencias entre la escuela de mi época y la de hoy en día. Lo cierto es
que, no la conozco directamente, pero por lo que oigo de mis nietos, hoy en día
los estudiantes van en mayor medida a por su carrera y a por sus intereses, la
persona responsable saca adelante todo
lo que se propone llegando a su destino pero, la persona que no lo es, se queda
atrás. Considero que la responsabilidad que los profesores hacen cargar a los
alumnos es enorme.
Acabo mi historia, reiterando lo
feliz que fui en mis años académicos, posteriormente me casé y tuve doce hijos,
y si algo pude aprender en estos 93 años de vida, es que el tiempo pasa rápido.
Aquí están mi abuela y su madre.
Mis abuelos
Mi abuela con dos de sus hijos.
Aguilar López, Marta
1º Grado de Pedagogía
No hay comentarios:
Publicar un comentario