Superviviente
de la vida y de la escuela.
El
protagonista de esta historia, que prefiere preservar su identidad, por lo que,
llamémosle, Andrés, nació el 22 de enero de 1941 en la comarca de Guadix; extensión situada al nordeste de la provincia de Granada. Pese a su deseo de
anonimato, me dice, orgulloso, que sí se sepa de él, que nació en un cortijo.
Hijo de un agricultor de la época y el mayor de seis hermanos, pasó por la
escuela pública y privada, y recuerda, con emoción, el esfuerzo que sus padres
hicieron para proporcionarles una educación a todos. Educado bajo la dictadura
franquista y pese a todas las dificultades de la época, reconoce que su padre
supo relacionarse bien para sacar el máximo provecho a su trabajo y a su vida, y,
se siente orgulloso y privilegiado de haber podido ir a la escuela.
Comenzó
su etapa escolar a los cuatro o cinco años, cuando el maestro se desplazaba
hacia el cortijo de sus padres o algún otro cercano. En una de las fincas, se
reunían los niños de la zona, que compartían aproximadamente la misma edad, convivían
unos con otros, y eran bien recibidos a las clases. Por aquel entonces, la
gente valoraba mucho la figura del maestro, cuyo sueldo era bajo. Por eso, algunos
tenían que dar clases particulares para complementar un salario base procedente
de un centro, y otros, debían de darlas a cambio de alimento, para su propia
subsistencia. Al maestro que iba a casa de Andrés se le pagaba con obsequios
(comida), principalmente, “lo del dinero
vino después”, me explica él mismo.
Pasados
dos o tres años, la familia se traslada al núcleo poblacional de la zona, donde
continúa su formación en un centro público primero, y otro privado después,
dirigido por monjas. A ellos acude andando, aproximadamente a un kilometro de
casa. Esta etapa de la escuela, es la que mejor y con más cariño recuerda. El
edificio del colegio tenía un patio central y dos plantas, por las que él pasó.
En las clases había una foto de Franco, otra de Primo de Rivera, y un
crucifijo; en algunas, un mapa. Recuerda las mesas y los pupitres de madera.
Los alumnos, porque, por supuesto, sólo había niños, con un número superior a
los cincuenta miembros por aula, tenían un pizarrín de manteca, donde copiaban
las letras que el profesor con su tiza ponía en la pizarra. Así, aprendieron a
escribir. Una vez conseguida esta destreza, utilizaban el lápiz, la pluma, el
tintero y el papel. No recuerda si en algún momento llegó a tener libretas o
no. El horario de clase era de mañana y de tarde (igual que en el instituto).
La jornada comenzaba en el patio cantando el “Cara al sol”, de donde pasaban a
las aulas, rezaban, y empezaba la clase. Le gustaba mucho el recreo, tenía dos,
y jugaba, sobre todo, a las bolas. Las actividades extraescolares las
organizaba la Falange, a las que podías apuntarte, de forma voluntaria;
consistían en practicar marchas y algunas destrezas más de instrucción. Cuenta
que en la escuela no había comedor, y aunque sí lo hubo en el instituto, él
siempre comía en casa. También me habla de alguna beca o ayuda para estudiar:
una bicicleta para que los chavales que tenían que desplazarse desde los
pueblos más pequeños y alejados, pudieran llegar al pueblo al colegio. Con un
solo libro, una enciclopedia, estuvo aprendiendo hasta que llegara al instituto
y hubiera eso que llaman “asignaturas”. La comunión, aproximadamente con doce
años, le sirve a Andrés como una especie de punto de inflexión para empezar la
etapa del instituto.
“Las circunstancias de la
vida… pues en fin… te marcan… ¿no?” repite en varios momentos de
la entrevista. Estudiando bachiller, se puso malo de meningitis, enfermedad
rara en esos momentos y sobre la que la medicina no tenía demasiado dominio.
Compañeros suyos que la padecieron acabaron muriendo. No concreta el tiempo que
le duró de enfermedad, pero habla de meses. Recuerda, con cierto nerviosismo,
cómo se le manifestó: estaba estudiando una lección de matemáticas, un doce de
enero, y sufrió un vomito de sangre. Para el día diecisiete de ese mismo mes,
ya le habían comprado la mortaja (que su hermana siempre le recuerda que era
blanca), pues los médicos lo daban por muerto y así se lo comunicaron a sus
padres. Por suerte, todo pasó y Andrés se recuperó y volvió al instituto, pero
la enfermedad le dejó alguna secuela. Le costaba mucho trabajo memorizar, sobre
todo ciertas asignaturas. Prefería las relacionadas con la práctica. Me
confiesa que le daba un poco de miedo estudiar.
Andrés
terminó el bachiller. En un instituto laboral, tenía las materias comunes de
matemáticas, literatura, geografía e historia, pero también gimnasia, trabajos
manuales y carpintería, mecánica, y una relacionada con la agricultura y la
ganadería, su favorita. En estas últimas empezó a destacar nuestro
protagonista. “Superaba en saltos”,
daba la nota máxima en cuestiones deportivas; él mismo se define como un buen
atleta. De hecho, al preguntarle por la anécdota más agradable de esta etapa,
me remite a un día que tuvo que subir una cuerda con su cuerpo, y le salió
estupendamente, con lo que se ganó tanto al profesor como a los compañeros, y
una muy buena nota. Posee más recuerdos positivos que negativos, aunque de
estos últimos, no desea hablar demasiado.
Mantiene
un buen concepto y recuerdo de sus maestros y profesores, aunque reconoce la
disciplina como muy dura “El
comportamiento era muy importante en todo”. Admite, igualmente, haber
tenido suerte en ese aspecto, pues tan sólo sufrió los castigos más comunes, un
tirón de las patillas o algún reglazo en la mano, aunque fue testigo de
castigos más duros. Nunca fue común plantear alguna duda u opinión al profesor,
pero recuerda, alguna ocasión, en la etapa del instituto, donde llegó a tener
una profesora de matemáticas, en la que sí pudo hacerlo. La relación entre los
padres y los profesores era bastante particular, y, si la había, era mala señal, pues se basaba en dos situaciones: el
maestro se dirigía a los padres si el alumno había cometido alguna falta grave;
los padres se dirigían al profesor para darle permiso a tener mano dura con su
hijo. Por lo que lo mejor que podía pasar, era que no hubiera relación.
Este
superviviente de la vida me reconoce que, aunque tampoco nunca le gustó
demasiado estudiar, y pese a las dificultades, siempre lo hizo por la
insistencia de sus padres y porque “no se
podía estar parado, en esta vida hay que hacer algo, estudiar o trabajar”. En
cierto modo, le hubiera gustado estudiar más, pero las secuelas de su
enfermedad y la existencia de hermanos, algunos de los cuales, parecían tener
más cualidades para el estudio, propiciaron que se pusiera a trabajar. Aunque
su vida laboral ha girado entorno a su pasión, el campo y los animales, de
haber estudiado una carrera, hubiera hecho ingeniero agrónomo o veterinario,
pero tampoco se arrepiente de su decisión. Se siente orgulloso y muy
satisfecho, pues la educación recibida le ha servido para desenvolverse en la
vida. Reconoce haber luchado mucho y haber tenido en su madre un ejemplo
encomiable. Y también, que si hubiera tenido otras circunstancias, quizá su
futuro hubiera sido otro.
Decía
Ortega y Gasset “Yo soy yo y mi
circunstancia”, máxima que en algunos casos parece hacerse aún más patente.
Es el caso de Andrés, y de muchos otros anónimos, con nombres y apellidos.
Todos, hijos de la Historia de nuestra escuela.
Isabel Contreras Jiménez. Primaria D.
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